La Futilidad de la Compunción

Por A.W. Tozzer

EL CORAZÓN HUMANO es herético por naturaleza. Las creencias religiosas populares deben ser examinadas siempre a la luz de la Palabra de Dios, porque casi seguro que son malas.

El legalismo, por ejemplo, es muy natural al corazón del hombre. La gracia, en su verdadero significado neotestamentario es extraña a la razón humana. No que sea contraria a la razón. Es que, simplemente, está más allá de ella. La doctrina de la gracia
tuvo que ser revelada; no podía ser descubierta.

La esencia del legalismo es la autoexpiación. El individuo trata por sí mismo de hacerse agradable a Dios por algún acto de restitución, de auto-castigo o de compunción. El deseo de ser agradable a Dios es por cierto recomendable, pero el esfuerzo de agradar a Dios por medio de las buenas obras seguramente no, porque se
asume con esto que el pecado que una vez fue cometido puede ser deshecho,
una suposición completamente falsa.
Bastante tiempo después que hemos aprendido por las Escrituras que nosotros no podemos por el ayuno, o al vestirnos de cilicio, o con hacer muchas oraciones, hacer expiación por nuestras almas, todavía tendemos a pensar por medio de una perniciosa herejía natural que podemos agradar a nuestras almas por medio de la penitencia de una perpetua compunción. Esta última es la penitencia no reconocida del protestante. Aunque dice creer en la doctrina de la justificación por fe, en su corazón sigue creyendo que lo que llama «tristeza o pena según Dios» lo pondrá bien con
Dios. Está atrapado en el tejido de un sentimiento religioso equivocado,
aunque tiene mejores conocimientos.
Hay por supuesto un buen sentimiento de pena que guía al arrepentimiento, y hay que reconocer que este sentimiento no está muy a menudo presente entre los cristianos con poder suficiente para obrar verdadero arrepentimiento. Pero la persistencia de
este sentimiento de dolor hasta que se vuelve una dolencia crónica no es correcta ni buena. La compunción es una clase de arrepentimiento frustrado que no ha llegado a consumarse. Una vez que la persona se ha vuelto por completo de todo pecado y se ha
entregado por entero a Dios, ya no queda lugar legítimo para la compunción. Cuando la inocencia moral ha sido restaurada por el amor perdonador de Dios, la culpa puede ser recordada, pero el dolor de esa culpa debe irse de la memoria. El hombre perdonado sabe que pecó, pero ya no lo siente.

El esfuerzo de ser perdonado por medio de las buenas obras es algo que nunca termina, porque nadie sabe, ni puede saber, cuántas buenas obras tiene que hacer para cancelar toda la deuda. Por eso el individuo debe seguir año tras año haciendo pagos a
esa deuda moral, un poco aquí y allí, con el agravante además que a veces aumenta la deuda mucho más allá de los pagos. La tarea de llevar la cuenta puede ser interminable y la única esperanza que le queda al pecador es que con el último pago que haga, tenga un buen crédito y que la deuda haya sido por completo saldada.  Esta es una creencia bastante popular, el perdón por el esfuerzo propio, pero es una herejía natural y al fin termina con traicionar a los que dependen de ella.

Se puede argüir que la falta completa de arrepentimiento se debe a una pobre comprensión de lo que es el pecado, pero la verdad está en el lado opuesto. El pecado es tan aterrador, tan destructivo al alma, que ningún pensamiento o acto humano puede disminuir en algún grado sus efectos letales. Sólo Dios puede tratar con el pecado exitosamente. Sólo la sangre de Cristo puede limpiar el pecado de los poros del espíritu. El corazón que realmente ha sido liberado de este terrible enemigo no siente más compunción, dolor o pena, sino un maravilloso sentimiento de alivio y gratitud creciente.

El hijo pródigo honró mucho más a su padre cuando volvió regocijándose por el perdón que lamentándose por el pecado. Si el joven de la historia hubiera tenido menos fe en su padre de la que tuvo, se hubiera echado en un rincón a llorar, en vez de alegrarse y entrar a gozar en la fiesta. Su confianza en el perfecto amor del padre le dio valor para olvidar su desastre pecado.

La compunción corroe el alma, así como la tensión roe los nervios, y la ansiedad, la mente. Yo creo que la permanente infidelidad de muchos cristianos puede ser atribuida a esa mordiente intranquilidad que les hace pensar que Dios no los ha perdonado completamente, o al temor de pensar que Dios espera de ellos alguna clase de pena continua que aun falta. A medida que nuestra confianza en la bondad de Dios crece, nuestras ansiedades disminuyen, y por lo mismo, nuestra felicidad y moral crecen en proporción inversa.

Por otro lado, la compunción puede ser nada más una forma del amor propio, Un hombre puede formarse una idea tan elevada de sí mismo, que cualquier falla que experimente puede sumirlo en un estado de depresión y culpa. Siente que se ha traicionado a sí mismo por un pecado que ha cometido.  Y aún si Dios está queriendo perdonarlo, él no se perdonará a sí mismo. El pecado trae a tal persona a un estado de dolor que no se olvida fácilmente. Está permanentemente enojado consigo mismo, y trata de castigarse acudiendo a Dios con frecuentes y petulantes acusaciones. Este estado de mente se cristaliza a fin en un estado de compunción crónica que parece ser un estado de profunda penitencia y no es más que una profunda prueba de amor propio.

La pena por un pasado pecaminoso permanecerá en nosotros hasta el momento que comprendamos que en Cristo ese pecado pecaminoso ya no existe. El hombre en Cristo tiene sólo el pasado de Cristo, y ese pasado es perfecto y aceptable a Dios. En Cristo ha muerto, en Cristo ha resucitado, y en Cristo está sentado en el círculo de los favores de Dios. Ya no está más enojado consigo mismo, porque no es más consciente de sí mismo, sino de Cristo, Y que no hay lugar para la pena.